El Rey Cuervo


Había una vez un rey que tenía una hija. Era la princesa más hermosa de todos los reinos pero también la más vanidosa, consideraba que todas las personas eran menos que ella y sentía que tenía autoridad para faltar el respeto.
Su padre, por el contrario, era un hombre bondadoso, deseaba casar a su hija pero ella echaba a todos los hombres que pedían su mano. Sin embargo el rey no perdía las esperanzas de encontrar a alguien que pueda enamorar a la princesa, así que organizó una gran fiesta donde invitó a todos los caballeros de su reino y de los reinos vecinos que fueran dignos de su hija.
Llegó el día de la fiesta, el palacio era un gran revuelo con los preparativos, afuera la gente salía a las calles para no perderse el espectáculo: el desfile de carrozas que traían a elegantes damas luciendo lujosos vestidos y a los apuestos caballeros.
En cuanto todos los invitados fueron recibidos con el protocolo necesario, la orquesta tocó una música anunciando la entrada de la princesa. 
Mientras, los pretendientes se colocaron en fila al pie de la escalera para saludarla y presentarse. Nadie salía de la admiración, al ver tan bella mujer con un vestido y unas joyas que resplandecían en todo el salón.
Pero como era de esperar, la princesa no tardó en sacar a la luz su carácter, se burló de cada uno de los hombres que se acercaron a besarle la mano: a uno lo trató con desprecio por tener unos kilos de más y a otro por ser demasiado delgado. A cada uno le encontró un defecto para reírse sin importar cuan nobles eran.
Uno llamó en particular su atención: era un apuesto rey con un aspecto y una actitud un poco exótica. Se le acercó, lo miró de arriba a abajo e irónicamente dijo:
- Miren todos que extraño es este hombre, se parece a un cuervo ¿no les parece? Desde hoy lo llamaremos el Rey Cuervo – y dicho esto se fue riendo ante la cara de indignación del pretendiente y la vergüenza de su padre que no sabía como pedir disculpas a los caballeros humillados.
A la mañana siguiente el rey se levantó muy enojado con su hija y mandó llamarla:
- ¿Así que ninguno de los hombres fueron buenos candidatos?
- Ninguno – respondió la princesa indiferente.
- Muy bien te casaré con el primer vagabundo que aparezca – y dando un portazo el rey salió.
A la princesa pareció no importarle las palabras de su padre, creyendo que serían una más de sus tantas reacciones que tenía al hablar de matrimonio.
Sucedió que una tarde,  en la puerta del palacio un mendigo pedía limosna mientras entonaba preciosas canciones. Un sirviente lo hizo entrar para que entretuviera al rey y a la princesa. Esta quedó encantada con la voz del joven y le pidió que cantara varias canciones más.
- ¿Te gusta como canta? - preguntó el rey a su hija.
- Sí, mucho.
- Bueno, entonces si usted acepta – dijo el rey dirigiéndose al mendigo – puede casarse con mi hija.
- Claro que acepto – respondió el vagabundo contento con su suerte.
- ¿Qué? - gritó la princesa - ¿Estás loco? ¿cómo voy a casarme con un vagabundo? No es digno de una princesa como yo.
- Ningún hombre te parece digno, aprenderás a no despreciar a la gente y ser tan orgullosa. – Mirando al joven dijo- Si tiene la tarde libre ¿por qué esperar? Celebremos la boda ahora mismo.
Nada ni nadie pudo detener al rey: ni las damas de honor que miraban desconcertadas a todos esperando que alguien haga algo, ni los cocineros, ni los sirvientes, ni los llantos desconsolados de su hija. La decisión era firme y dos horas más tarde se llevó a cabo el oficio.
- Como imaginarás deberás vivir en la casa de tu esposo – dijo el padre a su hija – junta tus cosas y salgan antes de que anochezca.
Resignada la princesa salió junto a su esposo. Al rato de caminar por unos bosques maravillosos como nunca antes había visto la joven le preguntó:
- ¿De quienes son estos bosques tan hermosos?
- ¿Cómo no lo sabes? ¿En qué mundo vivías? Todo esto y lo que ves más allá pertenece al que tú llamaste “el rey cuervo”.
- ¿Del rey cuervo? Podría haber sido dueña de todo esto y en cambio viviré una vida miserable- pensó en voz alta la princesa.
- Tú te lo perdiste, según los rumores te burlaste de él bautizándolo con ese nombre para humillarlo, ahora es tarde para arrepentirse – dijo su esposo riendo – Acá esta tu nuevo hogar.
Frente a ellos había una cabaña muy pobre con las ventanas rotas, agujeros en las paredes, sin pintura, un lugar muy poco cuidado. Con resignación la princesa entró en su nueva casa.
- Ya es tarde y hace frío, prende el fuego y haz algo para cenar – le dijo su esposo mientras se prendía una pipa sentado en un sillón sucio.
- ¿Tus sirvientes donde están? - pregunto la princesa buscándolos.
- ¿Qué sirvientes? No creerás que un mendigo tiene plata para esos lujos. Yo me encargaba de los quehaceres, pero ahora que tengo esposa te encargarás tú.
La princesa no discutió, sabía que sería en vano. Entre lágrimas intentó encender el fuego, nunca lo había hecho y no lograba prender ni una madera.


- ¡Sí que eres inútil mujer! Te enseñaré, observa bien por que no lo explico más y deja de llorar que hoy cocinaré yo.
A la madrugada el mendigo se levantó y de un grito despertó a su mujer:
- ¿Qué haces durmiendo a estas horas? Son las 6 de la mañana, hay que limpiar la casa y preparar el desayuno.
Furiosa pero sin quejarse comenzó a prepararlo, nunca había cocinado, todo se le caía de las manos y se le quemaba.
- ¡Qué torpe eres!
La princesa escuchó esas palabras y tuvo que hacer un gran esfuerzo por no llorar, su esposo al verle los ojos llenos de lágrimas sintió ternura y acercándose a ella le dijo dulcemente:
- No te preocupes, te ayudaré y con el tiempo aprenderás.
Pasaron los días y la hija del rey ya se acostumbraba a madrugar para hacer las tareas de la casa, pero las provisiones escaseaban y no tenían dinero para comprar más.
- Bueno mujer hay que salir a trabajar, de lo contrario no hay comida.
- Pero yo no sé trabajar, nunca he hecho nada – respondió la princesa avergonzada.
- Agradece a Dios que ya no tendrás que gobernar porque ¿Cómo podrías hacerlo si no conoces ninguno de los oficios y tareas que hace la gente?
La princesa no respondió nada, con la mirada al suelo para evitar mirarlo a la cara, sabía que todo lo que decía era verdad y se sentía humillada.
- A ver a ver, toma este material para construir canastos y en cuanto estén listos saldrás a venderlos – le dijo el mendigo y luego de enseñarle a prepararlos se fue a pedir limosna.
A la noche volvió a su hogar y encontró a su esposa llorando con las manos lastimadas y los canastos hechos un desastre.
- Es verdad no sirvo para nada – repetía una y otra vez la princesa.
- Este trabajo no es para ti. ¿Pero cual es? No sé para qué me casé contigo si no puedes hacer nada bien. Deberías haberte casado con el rey cuervo y que él te soporte. A partir de mañana irás a trabajar al palacio, escuché que buscaban a alguien para lavar los platos.
Nunca la princesa se había sentido tan inútil y como si fuera poco debería ir a trabajar junto a la gente que en algún momento le sirvió, la humillación sería mayor.
Empezó a trabajar en el palacio, cada día le llevaba comida a su esposo que escondía entre sus ropas y empezaba a sentirse orgullosa de sus logros.
Llegó el cumpleaños del rey, quien lo celebró con una gran fiesta que ocasionó mucho trabajo para la princesa, criados y cocineros que debían tener todo perfectamente preparado. En cuanto tenían un minuto libre espiaban a los invitados, la princesa escondida detrás de la puerta de la cocina observaba todo y pensaba: “¡qué triste! Todo esto fue parte de mi vida y por mi culpa lo perdí todo”.


De pronto reconoció a lo lejos a un caballero con una sonrisa hermosa: el rey cuervo. El también la vio, se acercó a ella, la tomó del brazo y la llevó al centro del salón a bailar. Los invitados la miraban y se reían de su vestido viejo y sucio, mientras tanto ella sonrojada recordaba aquel día en que lo conoció, en sus burlas hacia él. Convencida de que el rey cuervo le hacía sentir en ese momento la misma humillación que le había hecho ella en el pasado, corrió a la cocina y contra la pared lloró amargamente.


El rey cuervo la siguió y le dijo:
- Princesa.
A ella le resultó conocida esa voz y se dio vuelta. El continuó:
- No me reconoces, si soy el mendigo con quien te casaste. Te lo explicaré: me enamoré de ti y pensé que tú también, tu padre opinaba lo mismo pero sabíamos que por tu soberbia no lo aceptarías, por eso tu padre decidió darte una lección y entre los dos preparamos este plan.
La princesa no podía creer lo que escuchaba, una mezcla de bronca, orgullo, amor y hasta de comprensión la invadían.
- Ahora – agregó el rey cuervo – has cambiado y estas arrepentida, por eso es hora de que seas la esposa del rey.
Su padre que estaba escuchando detrás se acercó y la abrazó.
- Ahora sube – le dijo con una sonrisa su padre – viste tu mejor vestido y joyas y baja a la fiesta.
Emocionada la princesa se arregló con la ayuda de sus damas de honor que se sentían felices de tenerla de vuelta, y bajó con su esposo.
- ¿Ya estoy preparada para gobernar? - le preguntó al rey cuervo tímidamente.
- Sí, has aprendido mucho – y abrazándola la besó y bailaron toda la noche.